El Shabath y el Día del Señor

De Moshé Maimónides (1135-1204), el matemático, filósofo y médico judío conocido también como Rambam, acrónimo de su nombre hebreo (Rabí Moshé ben Maimón), es esta

Invocación

«Dios, llena mi alma de amor por el arte y por todas
las criaturas. Aparta de mí la tentación de que la sed
de lucro y la búsqueda de la gloria me influencien en el
ejercicio de mi profesión. Sostén la fuerza de mi corazón
para que esté siempre dispuesto a servir al pobre y al
rico, al amigo y al enemigo, al justo y al injusto.
Haz que no vea más que al hombre en aquel que
sufre. Haz que mi espíritu permanezca claro en toda
circunstancia: pues grande y sublime es la ciencia que
tiene por objeto conservar la salud y la vida
de todas las criaturas.
Haz que mis enfermos tengan confianza en mí y en
mi arte y que sigan mis consejos y prescripciones. Aleja
de sus lechos a los charlatanes, al ejército de parientes
con sus mil consejos y a los vigilantes que siempre lo
saben todo; es una casta peligrosa que hace fracasar por
vanidad las mejores intenciones.
Concédeme, Dios mío, indulgencia y paciencia con los
enfermos obstinados y groseros.
Haz que sea moderado en todo, pero insaciable en mi
amor por la ciencia. Aleja de mí la idea de que lo puedo
todo. Dame la fuerza la voluntad y la oportunidad de
ampliar cada vez más mis conocimientos, a fin de que
pueda procurar mayores beneficios a quienes sufren. ¡Amén!»

Y el mismo Maimónides —con la misma hombridad, como diría Miguel de Unamuno— en otro orden de cosas, sintetiza así el sentido y valor del Shabat: «El propósito del Shabat no es otro que enseñarnos a descansar y a abstenernos de las cuestiones que nos. afligen durante los días de trabajo, [es decir, de los asuntos del mundo material] y nos impiden la comunión con Dios.» (en «Responsa», II 39b)

A primera vista, el Shabat aparece como un fenómeno extemporáneo dentro del mundo moderno y sus ideas, un incongruente cese de actividad en un mundo que rinde culto al quehacer. El Shabat es un desafío al devenir de la vida diaria y al modo de vivir moderno. Es un intento de dar respuesta a los interrogantes: «¿Hacia dónde voy? ¿Qué estoy haciendo?», que todos nos formulamos. El concepto del Shabat aborda esos interrogantes y propone algunas respuestas. Dice A. Y. Heschel (1907-1972): «Muchos de nosotros nos afanamos en aras de conseguir cosas materiales. Corno resultado, padecemos de un temor del tiempo profundamente enraizado y nos quedamos pasmados cuando nos vemos obligados a mirarlo a la cara. El tiempo es para nosotros un sarcasmo, un monstruo astuto y traicionero con fauces, como un horno que incinera cada momento de nuestras vidas. Retrayéndonos, pues, de afrontar el tiempo, buscamos refugio: en los objetos del espacio; las posesiones se transforman en símbolos de nuestras represiones, jubilo o frustraciones. Pero los objetos del espacio no están hechos a prueba de fuego, sólo agregan combustible a las llamas…

Es imposible para el hombre eludir el problema tiempo. Cuanto más pensamos, más nos damos cuenta: no podemos conquistar el tiempo a través del espacio. Sólo podemos dominar el tiempo en términos de tiempo.

La Biblia tiene conciencia del carácter diversificado del tiempo. No hay dos horas iguales.

Cada hora es incomparable y es la única que se da en el momento, exclusiva e infinitamente preciosa. El judaísmo nos enseña a ajustamos a la santidad del tiempo, a estar pendientes de acontecimientos sacros, a consagrar santuarios que emergen del sublime devenir del año. Los shabatot (plural de Shabat) son nuestras grandes catedrales, y nuestro Sancta Sanctorum (o ‘lugar santísimo’) es un santuario que ni los romanos ni los griegos lograron quemar.» (en «Shabat»)

«. . . Cuanto más se observa cómo los negocios en nuestros días acaparan todo interés, toda relación social, cuanto más te sientas preso en la corriente industrial, más debes temblar ante el pensamiento de que tu y tu hijo queden totalmente sumergidos en ella, corriendo el peligro de perder en ella a tu Dios y a toda la dignidad de tu personalidad humana. Por lo tanto, cuanta más importancia asume para tí el comercio, cuanto más precioso, como tu dices, se hace el tiempo, cuanto más tu ganancia o pérdida depende de días, horas y minutos, cuanto más fuertes se hacen las cadenas de la industria, tanto mas grande debe ser la ofrenda sabática, tanto más celosamente debes asir el cáliz de la santificación sabática y con tanta más unción debes congregar a tu mujer y tu hijo y todos los miembros de tu familia en torno a tí y santificar el Shabat, ensalzarlo y dar fervientes gracias por su don redentor y santo.» (S. R. Hirsch —1800-1888—: «Judaísmo Eterno»)

Trabajo y descanso

El peligro del cual Hirsch habló hace cien años todavía persiste. Los autores contemporáneos corroboran la idea de Hirsch, trasladada a una terminología moderna. Frimer dice: «Guárdate —advirtió Moisés hace milenios— cuando hayas comido asta saciarte y hayas construido hermosas casas (probablemente a dos niveles), cuando hayas multiplicado tus bueyes y tus ovejas (cuando hayas multiplicado tus empresas comerciales y plantas industriales), tu plata, tu oro y todos tus bienes… no te ensoberbezcas en tu corazón ni te olvides del Señor tu Dios… y de decir en tu corazón ‘mi fuerza y el poder de mis manos han hecho todo eso’ (Deut. 8:11-18). (…) El Judaísmo consideró que era necesaria una medida drástica para proveer un antídoto social y espiritual. Todo el tiempo sintió la necesidad de un factor que sacudiera al hombre a fin de extraerlo de la autoesclavitud y/o la autodeificación. Que lo motivara para ampliar su espíritu o constreñir su ego y, poco a poco, ir asumiendo su autentica estatura humana.» («El sábado como idea y experiencia»)

Volviendo a Hirsh: «Pero el séptimo día es el Shabat del Señor tu Dios. En el séptimo día que el arador abandone su arado, el segador su azada, el molinero su criba, el panadero su horno, el hilador su rueca, el tejedor su telar, el cazador su red, el curtidor su pozo, el hornero su fuego, el escultor su cincel, el comerciante su comercio, y que cada uno de ellos recuerde a Aquel que dio el mundo al hombre y el hombre a Su mundo. A Aquel de quien deriva el intelecto y la fuerza, la penetración y la pericia para regirlo. A Quien formó los materiales, creó las fuerzas, estableció las leyes que el intelecto humano aprovecha para su propio uso. Que recuerde a Aquel gracias a Quien está trabajando y produciendo, bajo cuya mirada hace sus negocios y cuyos propósitos debe procurar promover. Que no olvide de Quién es la buena voluntad, la ayuda y la bendición de la que dependen en ultima instancia el bienestar de la comunidad y del individuo, del príncipe y del campesino. Y humildemente ofrezca sus productos y materiales, su mundo y su propia persona, como ofrenda en el altar de Quien ha creado el cielo y la tierra, descansando el séptimo día, guardándolo y santificándolo. Y finalmente, que tenga conciencia de que el Creador de otrora es el Dios vivo de hoy: que vigila a todo hombre y todo esfuerzo humano, para ver cómo el hombre hace uso o abuso del mundo dado a él en préstamo y las fuerzas que le fueron conferidas, y que Él es el único arquitecto a Quien todo el mundo debe rendir cuentas de los esfuerzos de la semana…» (Hirsch, op. cit.)